martes, diciembre 8

Cumpleaños dieciocho (II)

Me tiré en la cama. Bravo, Violeta, una hazaña más conquistada por tu enorme bocaza. Abracé la almohada y me envolví en el edredón. Apreté la nariz contra el colchón, esperando desmayarme por lo menos, para ver si de ésta forma lograba pensar algo que no fueran estupideces.

No lo amas, ¿por qué eres tan mentirosa contigo misma? Solamente tienes miedo de quedarte sola, Violeta, porque no sería lindo estar sola de nuevo ¿verdad? ¿Es por eso que le mientes? ¿Es por eso que te mientes a ti misma? No lo amas, Vio. Sabes que estás ya bastante grandecita como para andarle mintiendo a la gente que quieres. Por eso te abandonan, por maldita mentirosa.

--Vio...
--Largo de mi habitación --murmuré.
--Hace unas semanas me pedías que durmiera contigo y hoy me corres de tu habitación... Creo que nuestra relación ha cambiado mucho en poco tiempo.
--¿Cuál relación? --mi voz sonaba espachurrada, porque el colchón, el edredón y la almohada formaban una especie de barrera de sonido.
--La nuestra.

Alcé la cabeza. Tomé uno de los peluches que Diego me había comprado para "animarme" desde que huímos de casa y lo arrojé a la cabeza de Jonathan. Era un pedazo de imbécil. ¿Qué se creía? ¿Que podía hacerme sufrir cuanto él quisiera? Pues no. Nadie podía hacer sentir como cucaracha a Violeta Lazcano, excepto ella misma, claro.

--¿Cuál maldita relación? --grité--. ¿No acabas de decir que "no podemos tener una relación"? ¿Acaso tienes problemas de personalidad? ¿Qué talla de camisa de fuerza eres? Quiero regalarte una para navidad.
--La amistad también es una relación, Violeta.
--Pues ya no quiero ser tu amiga. Largo de aquí.
--Está bien.

Jonathan sacó una pequeña caja rosa con moño blanco del bolsillo de su pantalón y la puso sobre la mesedora. Luego se dio la vuelta y salió de la habitación sin siquiera mirarme.

--Feliz cumpleaños --murmuró.

¿Eh? ¿A dónde diablos cree que va? ¿No me va a rogar? ¿Acaso quiere que le suplique que se quede conmigo hoy? Se supone que son los hombres quienes ruegan y las mujeres quienes los hacen sufrir, no al revés.

Me levanté de la cama y caminé detrás de él, sin reparar en el cubito rosa que descansaba en la mesedora.

--¿A dónde diablos crees que vas? --pregunté. Mi voz sonaba indignada, pisoteada y enojada.

Jonathan no se detuvo. Caminó hasta la entrada y puso su mano en la perilla de la puerta.

--¡Jonathan! ¿¡A dónde vas!? ¡Es mi cumpleaños!

Él giró su rostro hasta que sus ojos de esmeralda se encontraron con los míos.

--Ya te di tu regalo.
--No lo quiero.
--Lástima... fue caro.
--Llévatelo.
--¿Segura? --preguntó, con una sonrisa endiablada en los labios--. ¿No vas a perseguirme gritando mi nombre cuando lo tome y salga de aquí?
--No lo quiero --repetí--. No si tú no vas a estar aquí cuando lo abra.
--Pues ábrelo --dijo--. Me iré cuando lo veas.
--Es que no quiero que te vayas.
--Violeta, ¿vamos a seguir jugando a los indignados? ¿Primero yo y luego tú? ¿Y cuándo terminará el juego, si se puede saber?
--Eres un idiota, Jonathan.
--Y tú eres una pequeña niña inmadura, berrinchuda y estúpida.

¡¿Estúpida?! ¡¿Me había llamado estúpida?!

--Aún así te gusto ¿no? --contraataqué--. Al parecer las estúpidas tienen un efecto en ti.
--No lo creas, Violeta.
--¿Ah no? --sonreí--. ¿Y cómo es que "te gustaba desde que me conociste"?

Se quedó helado. Nunca pensó -ni yo tampoco- que usaría sus propias palabras en su contra. Era un golpe bajo y ambos lo sabíamos. Comencé a sentirme como cucaracha de nuevo, pero saqué a patadas a ese sentimiento tonto de mi barriga y continué con la barbilla en alto.

--Eres una arpía.
--Y tú eres un patán.

No lo éramos. Ni yo era una arpía, ni él era un patán. Nos delataron nuestras propias voces faltas de ímpetu.

--¿Vas a venir o qué? --pregunté.
--¿Vas a abrir ese maldito regalo de una vez o qué? --preguntó él.

Me di la vuelta y caminé hacia mi cuarto. No escuchaba nada, excepto el sonido de mis zapatos al golpear la madera del piso, así que me pregunté por unos segundos si Jonathan no se habría ido ya, aunque no había escuchado la puerta cerrarse... Luego lo vi pararse a mi lado después de que tomé la cajita del moño blanco. Lo miré durante unos segundos. Si se iba a ir luego de ver mi expresión, o mejor dicho luego de que yo mirara lo que había dentro, por lo menos merecía retrasar ese momento ¿no? Era mi cumpleaños y podía hacer lo que se me antojara.

Jonathan sonrió levemente -como si no quisiera reír- y me quitó la caja de las manos. Haló uno de los cordones y el moño cayó al suelo, luego él abrió la caja y me la dio.

--Podía hacerlo yo sola --dije.

Miré dentro de la cajita. Me quedé boba cuando vi lo que había dentro. Lástima... fue caro. Había dicho él cuando le dije que se llevara su regalo, y ahora podía comprobar que sus palabras eran totalmente ciertas, porque algo como eso no podía comprarlo cualquiera. Tal vez la única razón por la que Jonathan me había llamado hoy y había decidido venir a casa era que no quería desperdiciar el regalo, porque seguramente había pasado mucho tiempo ahorrando para comprarlo.

Era un hermoso anillo plateado. En el centro tenía tres pequeñas piedras brillantes y transparentes que brillaron cuando moví la caja y proyectaron sobre la almohadilla blanca los colores del arcoiris. Las piedras estaban rodeadas por varias bolitas negras que también tenían brillo, aunque más bien parecía que tenían miles de partículas de plata incrustadas que no proyectaban ningún color hacia ningún lado. El aro era una especie de trenza plateada que hacía del anillo una pieza aún más elegante y hermosa. A pesar de que la descripción pueda ser un tanto ostentosa, el anillo era muy sencillo y discreto, pero no por eso menos bello.

--Es... es precioso --fue lo único que atiné a decir y en un susurro que apenas fue audible para mí misma.
--Es oro blanco, diamantes pequeñísimos y... --dijo él.
--Podría ser de plástico y aún así lo amaría --miré a los ojos a Jonathan y pude leer en su cara la frase los diamantes son los mejores amigos de las chicas--. Espera... ¿dijiste diamantes?
--Sí... te dije que había sido caro.
--No me dijiste que habías tenido que venderle tu alma al diablo para comprarlo.
--Oye, tengo mis contactos --sonrió.
--Gracias --dije.
--No adivinas de qué material son las pequeñas bolitas moradas.
--Son negras.
--Son moradas.
--Oye...
--Está bien, son negras --cedió--. ¿Recuerdas aquella evidencia que saqué de algún lugar hace unos meses?
--¡¿La piedra?! --pregunté, sorprendida--. ¿Es la piedra chamuscada?
--Ahora es más bonita, ¿cierto?
--Pero... ¿y el caso? Ya no tienes la evidencia.
--Después hablamos de eso ¿sí?

Estuve observando el anillo durante varios minutos, hasta que escuché su risa desenfadada. Alcé la mirada y pude ver que él estaba sentado en la mesedora, mirando hacia la calle por la ventana, recargando un codo en el alféizar.

--¿Qué? --pregunté.
--Cuando un chico le regala algo a su novia, lo primero que espera es que ella lo bese, no que se quede mirando el obsequio como una boba.

Novia. Qué bien me caían esas tres vocales y dos consonantes ordenadas de esa forma en momentos como éste. Novia. Me había perdonado y yo era su novia todavía. Cuando Jonathan muriera, seguramente desbancaría a cualquier arcángel que se le pasara por enfrente. No podía haber alguien tan estúpidamente masoquista como él... tan adorablemente masoquista, quise decir.

Me acerqué hasta el borde de la ventana y lo besé. Ese beso me supo a gloria. Los últimos dos meses lo había extrañado, pero no tenía idea de cuánto, hasta que sentí sus labios juntarse con los míos de nuevo. Comencé a besarlo con algo más que simple agradecimiento y él se echó a reír, pero sin apartarme, hasta que yo decidí que ya era hora de respirar de nuevo.

--Oye, me debes unos buenos besos más los intereses ¿eh? --dijo él.
--Sí, bueno, no quiero que Diego llegue y vea qué tan rápido me perdonaste y cuánto gusto me dio eso... sabes a qué me refiero.
--Sí, lo sé.
--¿Quieres más pastel?
--¿Con soda?
--Ay, por Dios, no seas cerdo ¿quieres?

Jonathan esperó hasta que coloqué el anillo en mi dedo índice y luego me tomó de la mano. Fuimos al cuarto donde estaba la tele enorme y él propuso que jugáramos un poco de fútbol con la consola, para recordar los buenos tiempos.

Íbamos catorce a tres --obviamente me estaba haciendo papilla- cuando escuchamos la puerta principal abrise.

--Ése debe ser Diego --dije, al tiempo que ambos nos levantábamos del suelo.
--Diego o un asesino serial.
--Eres un bruto.
--Cro que los brutos causan cierto efecto en ti ¿no? --se rió y luego me besó la mejilla, antes de que ambos saliéramos a la sala para encontrarnos con Diego.

Me aferré al brazo de Jonathan. Él me tomaba por la cintura y tuvo que aguantar casi todo mi peso, porque mis rodillas habían flaqueado. Sentí cómo mis latidos aumentaban de ritmo y cómo mis manos formaban puños. Me tomó con ambos brazos, tal vez porque pensó que cometería homicidio, pero lo que él no sabía era que mis pies comenzaban a tomar fuerza para echar a correr y tal vez arrojarme por la ventana antes de que otra cosa sucediera. Cerré los ojos con fuerza y me encogí junto a Jonathan, que me colocó detrás de él, por lo que pude abrazarme a su cintura y dejar que mi mareada cabeza descansara en su espalda. Respiraba agitadamente, estaba asustada, sorprendida, enojada y tal vez algo contrariada. Jonathan comenzó a acariciarme el antebrazo para tranquilizarme, ya que el movimiento de mi respiración también lo hacía moverse a él.

--Calma, calma --susurraba él , tan bajito que sólo yo podía escucharlo, a pesar de que un fuerte bum-bum retumbaba detrás de mis orejas.

Me coloqué junto a Jonathan cuando me imaginé a mí misma escondida detrás suyo como un pequeño e indefenso ratoncillo. Yo era Violeta. Violeta jamás le temía a nada, o por lo menos nunca lo demostraba, y ahora, justo en esos momentos, Violeta tenía que armarse de valor y parecer fuerte. Tomé la mano de mi novio y entrelacé mis dedos con los suyos porque de cualquier manera me sentía como una niña pequeña a la que están a punto de abofetear.

Diego estaba recargado en la barra de la cocina. Me miraba como pidiendo disculpas y cuando mis ojos se cruzaban con los suyos él se dedicaba a observar el piso.

Todo lo que describo sucedió en un lapso de tiempo muy corto. Vivirlo es diferente que recordarlo, porque a mí esos momentos se me hicieron eternos, pero ahora puedo decir que no pasaron más de treinta segundos desde que vi quién era la compañía de Diego hasta que me armé de valor y decidí encarar a las visitas. Como ya dije, la descripción será un tanto larga, pero no fue ni siquiera un minuto el tiempo que transcurrió.

--Violeta --dijo el hombre, por fin.
--Mi niña... --musitó ella, mientras sus ojos se inundában de lágrimas.

Mis padres.




(Continuación en la siguiente entrada)




2 encontraron un motivo para comentar:

Miss_Cultura dijo...

me gusto la entrada ;) besotesss

Anónimo dijo...

estube apunto de llorar..
si lo siento soy muy
sencible, gracias por escribir de nuevo.

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